La leyenda de "La Espada de Roldán":
Cerca de Huesca (Aragón) se puede visitar uno de los parajes más hermosos de la comarca, conocido como el salto de Roldán en honor a uno de los personajes más legendarios de la Edad Media, el valeroso caballero galo Roldán del mítico Carlomagno. Fue un comandante histórico de los francos al servicio de Carlomagno, y conde de la Marca de Bretaña.
Según cuenta la leyenda Roldán se encontraba en retirada
desde Saraqusta, cuya conquista había fracasado, cabalgando raudo hacia su
Francia natal. La persecución estaba siendo larga y agotadora, y el noble galo
se veía amenazado por varios flancos. El acoso provocó que el caballero buscara
una salida ascendiendo por la peña de Amán, que termina en un cortado cuya hoz
recorre el río Flumen.
Roldán tiró con fuerza de las riendas, deteniendo al corcel
justo al borde del precipicio. Los perseguidores, seguros de haber dado caza a
su presa, hicieron cabriolas con sus caballos y dieron mandobles al aire antes
de acercarse al héroe francés. Éste, para sorpresa de aquellos que le
acorralaban, picó las espuelas y se lanzó al vacío. Ante los ojos de sus
perseguidores, el corcel dio un salto tan prodigioso que, en lugar de
precipitarse al fondo del cortado, consiguió llegar al otro extremo, estampando
sus huellas, todavía visibles según algunos, sobre la peña de San Miguel.
La leyenda dice que, debido a tal esfuerzo, el caballo murió
en el acto, y Roldán tuvo que proseguir su camino a pie. Parece ser que no
llegó muy lejos, pues se cuenta que cayó en Ordesa. Pero su mítica espada,
Durendal, poderosa como Tizona o Excalibur, consiguió llegar a Francia al
ser lanzada con rabia por el caballero, abriendo la que todavía se conoce como
brecha de Roldán y que permitió al galo ver su tierra por última vez en su
estertor de muerte.
También se cuenta que, en el salto inverosímil sobre el
cortado del Flumen, el caballo, tal vez por miedo, hizo caer sus excrementos al
río. Éstos fueron transportados al Isuela, que los llevó al Cinca, pasando al
Segre, al Ebro y, por fin, al mar, que los arrastró hasta el norte de África.
Allí, en la costa donde se depositaron, nacieron tres hermosas flores de tres
colores distintos: una blanca, otra negra y morada la última. Una yegua que por
allí pasaba no pudo resistirse a comerlas, lo que provocó que poco tiempo
después diera a luz tres potrillos, cada uno del color de una de las flores, y
que al crecer fueron tan veloces como el viento del Sáhara.
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